Ahora que tengo facturas, a todo el mundo se le da por pagarme con cheques. Hace un tiempito me dieron uno en una editorial, y como recién había cobrado en la Biblio decidí guardarlo. La ventaja de tener varios trabajos es que te permite ahorrar alguna moneda: vivís con el sueldo de uno o de dos y rescatás el resto para las vacaciones o cualquier otra fantasía con la que te encapriches.
Así lo hice. Contenta e ilusionada guardé en el cajón del escritorio el papel que me convertía en acreedora de 1500 pesos. Tenía la intención de acercarme hasta al banco, pero como no pensaba gastarlos, día tras día iba postergando el trámite. Decimos: preguntale.
Increíble pero no por eso menos verdadero: yo no sabía que los cheques tenían vencimiento. Ayer intenté depositarlo y me enteré de esa tan fácilmente deducible realidad. Los cheques caducan al mes de haber sido emitidos.
Para recuperar la plata debo asumir una de estas dos realidades: o que a los 30 aún no sabía lo que ya dije que no sabía, o que en un lapso de 30 días no encontré ningún momento entre la una y las tres de la tarde para llegar al banco más cercano. Me debato entre ambas posibilidades. ¿Cómo quedará uno menos tarado frente a sus jefes: reconociendo que vive adentro de un yogurt dietético o que sencillamente no puede con su vida?
jueves, septiembre 29, 2005
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
1 comentario:
creo que no te quedaba otra: tenías que mentir (ya sé que llego siete meses tarde, pero deberías haber dicho "estaba en un libro que un amigo se llevó de mi casa" y ya)
Publicar un comentario