viernes, enero 06, 2006

I remember

"Desde mi suprema impotencia, tenía firmemente dominadas las riendas de lo
imposible" César Aira, Cómo me hice monja.

Era chica. Ingenua, virgen e inmortal. Me la pasaba revoloteando por los pasillos de Puán con Jony y TT. Muchos de los profesores en los que había cifrado todas mis expectativas decidieron apostar a mí sus fichas, considerándome una joven promesa (pobres). Juro que no puedo reproducir aquí ni siquiera las iniciales de quien más me elogió prodigando sus “Brillante, señorita”s a diestra y siniestra. Siempre tenía para su alumna estrella una flor, que arrojaba con naturalidad para mi sorpresa y también para mi desvarío. De más está decir que no sólo yo me la creí.

Por aquel entonces J sufría por un forbbiden love que más tarde fue su esposa durante dos años. Así de imposible era. Pero entonces sufría horrores, con todo su malhumorado corazón de perro. Ese día tenía además una gripe infernal que le tomaba todo el pecho y lo obligaba a usar un pañuelo al cuello. Un enorme pañuelo de su difunto padre, viejo a propósito, como casi toda su ropa de loca juventud, comprada principalmente en la Quinta Avenida.

Esperábamos el subte. Le pedí que me cantara un tango para aprovechar el vestuario y la tristeza. Odeado, me miró fijo con la esquina del ojo y tosió. Y tosió y tosió y tosió. “Estás despechado”, le dije. Entonces, mientras se atragantaba por un nuevo acceso de su espasmódico catarro, vi cómo se le nublaba la vista y cómo, sin embargo, se le iluminaba la cara. Cuando se repuso repitió: “despechado”. “Con el corazón roto y el pecho destrozado por el amor y el resfrío. Siempre encontrás la palabra precisa, Evelyn; la palabra perfecta en todos los sentidos”.

Me reí. La verdad es que había sido una simple casualidad y se lo dije, pero no me creyó. Nunca quería creerme esas cosas. Insistía. Mucha gente insistía. De a poco me fueron convenciendo de que podía conseguir lo que quisiera porque tenía “el don de la palabra”. (Decimos: Salud, amigo Gorgias!). Y comenzaron a llamarme “teoricita” porque parece que siempre estaba elucubrando oscuras teorías acerca de las inquietudes más triviales. Tardé muchos años en darme cuenta de que, aunque se le acerque mucho, el lenguaje no hace la felicidad.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

yo también recuerdo, y en el comienzo de las relaciones eras bastante así como lo describís, tenías incluso el don de hacerle creer a otros que ellos también tenían el don de la palabra.
me parece que cualquier día de estos agarro y te llamo de en serio.

Ev dijo...

A mí también me dieron muchas ganas de verte, che. Dale, llamame.