Lo miro en silencio mientras me acosan pensamientos muy negros. Él me dice que estoy linda, me aparta un mechón de la cara y me pregunta qué te pasa. Nada, respondo. Entonces me habla de ese sentimiento de las cinco de la tarde por el que los ingleses impusieron el té: esa sensación de zozobra que oscurecía las miradas y amargaba los labios un poco antes de que se esconda el sol, y que intentó ser combatido con una ceremonia social. -¿Cómo? ¿that thinking feeling? -No, no –me corrige–: that sinking feeling. Sí, hundirse, pero en la angustia de los propios pensamientos.
Le digo que no me pasa nada, que sí y no, que sólo estoy un poco melancólica. Decir eso y evadirse son casi el mismo movimiento. Decir que uno está melancólico o acidioso es como decir que está lúgubre por cosas que son tan angustiantes como inevitables, tan dolorosas y difíciles como constitutivas. Declararse melancólico es lo mismo que advertirle al otro: me angustio por algo que ni vos ni yo ni nadie puede solucionar, así que no te (des)gastes.
Pero él insiste, y hace bien. Primero porque se da cuenta de que aunque haya conflictos irresolubles, hablar de ellos ayuda a desmitificarlos. En general hablar sirve para espantar o exorcizar esos fantasmas que rondan alrededor de las cuestiones complicadas haciendo que parezcan todavía más intolerables. Y segundo, porque la verdad es que si no insistiera, muchas veces yo no diría nada de nada. Me encerraría en mi Mónada y allí me quedaría, sola, callada, abatida por mi ataque de nihilismo, pensando que para qué hablar si de todos modos no forma parte de nuestras capacidades el poder comunicar un cuerno. Ya lo decía Rilke: “la mayor parte de los acontecimientos son indecibles”, (además de que las Équices no tienen ventanas).
Fue Alejandrísima la que me recordó esa línea de Rainer. Estoy leyendo sus Diarios porque debo rastrear la presencia de Federico, mi viejo camarada, en sus palabras. Perfecto, pienso, tengo el temple de ánimo necesario. “Cómo explicar con palabras de este mundo...” Sin embargo, el problema no es partir, el verdadero problema es que el barco se hunda.
Nos conocimos en una fiesta. Hablamos un rato, compartimos un taxi con otra gente, y no volvimos a vernos hasta después de un mes. Durante ese tiempo nos escribimos unos cuantos mails. En uno me contaba que se iba a pasar el finde al Tigre, y me/se preguntaba, alimentando el mito de su fama astral: ¿Hundiré el barco como en la fábula del escorpión y la rana?. Skorpius. El subject de mi respuesta era ése: Sopa de escorpio (casi como este blog, caigo en la cuenta ahora). Sin embargo, cuando estoy al borde del naufragio Skorpius siempre me rescata.
Extraigo del fondo sinuoso esa certeza y mínimamente me sobrepongo. Me visto, me peino, me dispongo a salir. Hace un rato llamó MD para invitarme a un evento en ByF. La idea es encontrarnos ahí, escuchar la lectura de algunos poemas y saludar a LLH por su cumpleaños. En un primer momento supongo que ésa es la excusa para vernos y charlar un rato, pero después descubro que la verdadera excusa soy yo: MD piensa entretenerse conmigo hasta que se haga la hora en que tiene planeado ver a V. Mientras hablamos por teléfono ya intuyo lo que más tarde compruebo: que estuvo toda la tarde en la calle haciendo tiempo y que le viene como anillo al equis que yo le amueble el último tramo de espera. No me interesa; acepto igual. Me va a hacer bien acompañarlo, respirar otro aire y despejarme.
Voy en el colectivo diciéndome: también es necesario escaparse un poco del amor porque a veces es agobiante. El deseo no se satura sino que en su misma satisfacción se renueva y potencia. Terrible. Unas ansias atroces de colonizarlo todo y la constatación continua de que, más allá de que semejante conducta sería éticamente incorrecta, no es viable precisamente porque el otro es mi límite. El otro, su presencia, es la prueba material de que jamás voy a poder tenerlo. Todo amor verdadero es un amor imposible, dice Blanchot... También debo escribir sobre estas cosas para el congreso de Rosario. Pero esta obsesión proustiana se apoderó de mí y si me quedara en casa no me dejaría trabajar. Es preciso ver gente, sentir el aire cálido en la piel, conversar de temas relajados, recuperar la liviandad, y recobrarse en esa mínima distancia.
Llego 30 minutos tarde y entro. A MD no se lo ve por ninguna parte. Cae al rato con su remera de A77aque, que le queda un poco corta y muy ajustada. Me gusta esa remera. La usa desde que desgravó una entrevista del grupo para La mano. Después de escuchar cientos de veces la cinta, la filosofía pertusiana provocó algunos efectos en la cabeza de MD. Lavaje de cerebro. Así funciona, por ósmosis. Según él, ese look le valió el rechazo de alguna que otra doncella esteticista a la que no dejaba de entregársele ni tampoco de provocar con su atuendo. MD adora desafiar a sus conquistas. Sabe bien que en última instancia todo ataque (incluso un ataque de devoción) es de carácter violento. (Y si no creen, pregúntenle a John Lennon)
Diez minutos más tarde ya no soporto el humo ni el calor ni la impostura de acá es donde hay que estar que tiene todo el mundo y le digo que nos vayamos. No sabemos qué hacer y terminamos en la casa de una tercera partenaire, la queridísima MS. Pero lo cierto es que los dos estamos desasosegados y lo único que queremos es correr al encuentro de nuestros respectivos équices. Sé dónde está el mío: con amigos en un bar de San Telmo. Imagino que voy de sorpresa. Hago entrada triunfal y lo abrazo y le digo que me moría por tomarme un trago con él. ¡Mentira! ¡Yo no tomo alcohol hace más de dos años! Es a él a quien quiero beberme. Bebérmelo como una pócima que me haga sentir más fuerte.
Pienso eso y es como si de pronto despertara. No existen pociones mágicas pero sí pensamientos performativos. Advierto que todo este sketch no es más que un nuevo embate de mi debilidad. Little Miss Drama Queen muerta de amor y de miedo de no estar a la altura de las circunstancias. Little Miss Drama Queen haciendo un show de su panic attack. Teatral y lacrimoso, el personaje me hace muchísima gracia. ¿Por qué estás armando este escándalo si en realidad no pasa nada? Dios mío, ¡qué difícil resulta en ocasiones [no] ser [in]dignos de lo que nos acontece!